Durante décadas, la palabra “grasa” ha sido injustamente satanizada. Nos enseñaron a temerle, a contar calorías y a buscar productos “light”, como si el simple hecho de eliminar la grasa fuera sinónimo de salud.
Pero la ciencia actual nos ha demostrado que esto no es así: nuestro cuerpo necesita grasas, y nuestro cerebro aún más.

Casi el 60% de nuestro cerebro está compuesto por grasa.
Las grasas saludables son esenciales para mantener la memoria, la concentración, el equilibrio emocional y hasta el buen humor.
Sin ellas, las células nerviosas no pueden comunicarse correctamente, lo que afecta desde la energía mental hasta la estabilidad del sistema nervioso. Por eso, más que temerle a la grasa, deberíamos aprender a elegir las correctas.

Las verdaderas enemigas son las grasas trans y los aceites vegetales refinados como el de canola, soya, girasol o palma refinado.
Estos aceites, tan comunes en productos industriales y comidas rápidas, son sometidos a procesos químicos y altas temperaturas que destruyen su estructura natural. Durante ese refinado se eliminan los nutrientes, se generan radicales libres y se crean grasas oxidadas que inflaman el cuerpo, dañan las arterias y alteran el metabolismo. Su consumo habitual está relacionado con:
Y lo más preocupante es que muchos de estos aceites se ocultan en alimentos procesados bajo nombres como “aceite vegetal” o “grasa parcialmente hidrogenada”.
Por eso, es fundamental leer siempre la etiqueta: tanto la tabla nutricional como la lista de ingredientes te dirán la verdad que muchas marcas prefieren callar.

Uno de los mitos más grandes de la nutrición moderna es que todas las calorías son iguales.
Pero no lo son.
Una cucharada de aceite vegetal refinado y una cucharada de aceite de oliva extra virgen pueden tener la misma cantidad de calorías, pero el impacto en tu salud es radicalmente distinto. El cuerpo no funciona como una calculadora.
Necesita nutrientes reales, no números vacíos.
Por eso, elegir grasas de calidad es mucho más importante que preocuparse por cuántas calorías tiene un alimento.

Las grasas naturales, sin procesos industriales, son nuestras aliadas.
Entre ellas destacan:
Contiene ácidos grasos de cadena media, que se transforman fácilmente en energía y ayudan al sistema inmunológico.
Además, tiene propiedades antibacterianas y antifúngicas, y soporta bien el calor, aunque siempre es mejor usarlo con moderación.
Rico en antioxidantes y grasas monoinsaturadas, cuida el corazón y combate la inflamación.
Equilibrado en ácidos grasos y fuente de vitamina E.
Es una excelente opción para cocinar a baja o media temperatura, o simplemente añadirlo sobre los alimentos ya cocidos.

Incluso los mejores aceites pueden volverse dañinos si se exponen al calor excesivo.
Cuando un aceite se oxida, libera radicales libres, los cuales promueven el estrés oxidativo —una de las causas principales del envejecimiento prematuro y muchas enfermedades degenerativas. Por eso, la clave no está solo en elegir un buen aceite, sino también en cómo se usa:

El Ghee —mantequilla clarificada originaria de la India— es una de las grasas más nobles que existen.
No contiene lactosa ni proteínas lácteas, lo que lo hace fácil de digerir. Además, es estable al calor, rico en vitaminas A, D, E y K, y ayuda a la absorción de nutrientes. Y aunque suene polémico, la manteca de cerdo natural, de animales criados sin químicos ni piensos industriales, no es la villana que nos hicieron creer.
Contiene ácido oleico, el mismo tipo de grasa que encontramos en el aceite de oliva, y puede ser una opción económica y estable para cocinar, siempre que provenga de una fuente de calidad. Volver a este tipo de grasas tradicionales es reconectar con la forma en que nuestros abuelos cocinaban: simple, real y sin ultra-procesados.

Las semillas y frutos secos son una fuente natural y equilibrada de grasas saludables. En su forma más pura —sin refinar ni someter a altas temperaturas— contienen aceites que nutren el cerebro, el corazón y las células. Los aceites presentes en nueces, almendras, avellanas, linaza y chía son ricos en ácidos grasos poliinsaturados, especialmente omega-3 y omega-6, que cumplen funciones esenciales en el cuerpo:
Sin embargo, es importante diferenciar entre los aceites naturales que están dentro de las semillas y los aceites extraídos y refinados industrialmente.
Cuando las semillas se procesan a altas temperaturas o con solventes químicos, esos aceites pierden su equilibrio natural y se vuelven altamente oxidables, perdiendo buena parte de sus beneficios y generando el efecto contrario: inflamación y daño celular. Por eso, lo ideal es consumir las semillas y frutos secos enteros, crudos o ligeramente tostados, o usar aceites prensados en frío, siempre almacenados en frascos opacos y en lugares frescos.
De esta forma se conservan intactos sus ácidos grasos, antioxidantes y vitaminas liposolubles. En resumen: las semillas y frutos secos pueden ser una de las mejores fuentes de grasa buena, siempre que provengan de procesos naturales y cuidadosos.

No todas las grasas son malas.
Nuestro cuerpo —y especialmente nuestro cerebro— necesita grasa buena para funcionar.
El verdadero problema está en los aceites refinados y las grasas industriales que nos venden como “saludables”.
La próxima vez que vayas al supermercado, lee la etiqueta, no las calorías.
Tu cuerpo sabrá agradecerte cuando lo alimentes con nutrientes reales y grasas naturales.